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    Y así fueron pasando mis primeros tiempos en la pensión de La Luneta, entre aquella gente de la que nunca supe mucho más que sus nombres de pila y -muy por encima- las razones por las que allí se alojaban. El maestro y el funcionario, solteros y añosos, eran residentes longevos; las hermanas viajaron desde Soria a mediados de julio para enterrar a un pariente y se vieron con el Estrecho cerrado al tráfico marítimo antes de poder regresar a su tierra; algo similar ocurrió al comercial de productos de peluquería, retenido involuntariamente en el Protectorado por el alzamiento. Más oscuras eran las razones de la madre y el hijo, aunque todos suponían que andaban a la búsqueda de un marido y padre un tanto huidizo que una buena mañana salió a comprar tabaco a la toledana plaza de Zocodover y decidió no volver más a su domicilio. Con conatos de bronca casi a diario, con la guerra real avanzando sin piedad a través del verano y aquel contubernio de seres descolocados, iracundos y asustados siguiendo al milímetro su desarrollo, así fui yo acomodándome a esa casa y su submundo, y así fue también estrechándose mi relación con la dueña de aquel negocio en el que, por la naturaleza de la clientela, poco rendimiento presuponía yo que alcanzaría ella a recoger.
    Salí poco aquellos días: no tenía sitio alguno adonde ir ni nadie a quien ver. Solía quedarme sola, o con Jamila, o con Candelaria cuando por allí paraba, que no era mucho. A veces, cuando no andaba con sus prisas y tejemanejes, insistía en sacarme con ella para que buscáramos juntas alguna ocupación para mí, que se te va a quedar la cara de pergamino, muchacha, que no te da ni miajita la luz del sol, decía. A veces me sentía incapaz de aceptar la propuesta, aún me faltaban las fuerzas, pero en otras ocasiones accedía, y entonces me llevaba por aquí y por allá, recorriendo el laberinto endemoniado de callejas de la morería y las vías cuadriculadas y modernas del ensanche español con sus casas hermosas y su gente bien arreglada. En cada establecimiento a cuyo dueño conocía preguntaba ella si podían colocarme, si sabían de alguien que tuviera un empleo para esa chica tan aplicada y dispuesta a trabajar de día y de noche que se suponía que era yo. Pero corrían tiempos difíciles y aunque los tiros sonaban lejos, todo el mundo parecía consternado por el incierto transcurrir de la contienda, preocupados por los suyos en su tierra, por el paradero de unos y otros, los avances de las tropas en el frente, los vivos, los muertos y lo que quedaba por venir. En aquellas circunstancias apenas nadie tenía interés en expandir negocios ni contratar nuevo personal. Y a pesar de que solíamos culminar aquellas salidas con un vaso de té moruno y una bandeja de pinchitos en algún cafetín de la plaza de España, cada intentona frustrada suponía para mí otra paletada más de angustia sobre mi angustia y para Candelaria, aunque no lo dijera, un mordisco nuevo de preocupación.
    Mi estado de salud mejoraba al mismo ritmo que el de mi ánimo, con paso de caracol. Seguía en los huesos y el tono mortecino de mi tez contrastaba con los rostros tostados por el sol del verano de mi alrededor. Mantenía agarrotados los sentidos y fatigada el alma; aún sentía casi como el primer día el desgarro causado por el abandono de Ramiro. Continuaba añorando al hijo de cuya existencia prenatal sólo tuve constancia durante unas horas y me recomía la preocupación por el devenir de mi madre en el Madrid sitiado. Seguía asustada por las denuncias que sobre mí existían y por las advertencias de don Claudio, atemorizada ante la idea de no poder hacer frente a la deuda pendiente y la posibilidad de acabar en la cárcel. Aún tenía el pánico por compañero y me seguían escociendo con rabia las heridas.
    Uno de los efectos del enamoramiento loco y obcecado es que anula los sentidos para percibir lo que acontece a tu alrededor. Corta al ras la sensibilidad, la capacidad para la percepción. Te obliga a concentrar tanto la atención en un ser único que te aísla del resto del universo, te aprisiona dentro de una coraza y te mantiene al margen de otras realidades aunque éstas transcurran a dos palmos de tu cara. Cuando todo saltó por los aires, me di cuenta de que aquellos ocho meses que había pasado junto a Ramiro habían sido de tal intensidad que apenas había tenido contacto cercano con nadie más. Sólo entonces fui consciente de la magnitud de mi soledad. En Tánger no me molesté en establecer relaciones con nadie: no me interesaba ningún ser más allá de Ramiro y lo que con él tuviera que ver. En Tetuán, sin embargo, él ya no estaba, y consigo se habían marchado mi asidero y mis referencias; hube por ello de aprender a vivir sola, a pensar en mí y a pelear para que el peso de su ausencia fuera poco a poco haciéndose menos desolador. Como decía el folleto de las Academias Pitman, larga y escarpada es la senda de la vida.
    Terminó agosto y llegó septiembre con sus tardes menos largas y las mañanas más frescas. Los días transcurrían lentos sobre el ajetreo de La Luneta. La gente entraba y salía de las tiendas, los cafés y los bazares, cruzaba la calle, se detenía en los escaparates y charlaba con conocidos en las esquinas. Mientras contemplaba desde mi atalaya el cambio de luz y aquel dinamismo imparable, era plenamente consciente de que yo también necesitaba cada vez con más urgencia ponerme en movimiento, iniciar una actividad productiva para dejar de vivir de la caridad de Candelaria y comenzar a juntar los duros destinados a solventar mi deuda. No daba, sin embargo, con la manera de hacerlo y, para compensar mi inactividad y mi nula contribución a la economía de la casa, me esforzaba al menos en colaborar en lo posible para aligerar las tareas domésticas y no ser sólo un bulto tan improductivo como un mueble arrumbado. Pelaba patatas, ponía la mesa y tendía la ropa en la azotea. Ayudaba a Jamila a pasar el polvo y a limpiar cristales, aprendía de ella algunas palabras en árabe y me dejaba obsequiar por sus eternas sonrisas. Regaba las macetas, sacudía las alfombras y anticipaba pequeñas necesidades de las que antes o después alguien tendría que encargarse. En sintonía con los cambios de temperatura, la pensión se fue también preparando para la llegada del otoño y yo cooperé en ello. Cambiamos las camas de todos los cuartos; mudamos sábanas, retiramos las colchas de verano y bajamos los cobertores de invierno de los altillos. Me di cuenta entonces de que gran parte de aquella lencería necesitaba un repaso urgente, así que dispuse un gran cesto de ropa blanca junto al balcón y me senté a enmendar desgarrones, reafirmar dobladillos y rematar flecos sueltos.
    Y entonces sucedió lo inesperado. Nunca habría podido imaginar que la sensación de volver a tener una aguja entre los dedos llegara a resultar tan gratificante. Aquellas colchas ásperas y aquellas sábanas de basto lienzo nada tenían que ver con las sedas y muselinas del taller de doña Manuela, y los remiendos de sus desperfectos distaban un mundo de los pespuntes delicados que en otro tiempo me dediqué a hacer para componer las prendas de las grandes señoras de Madrid. Tampoco el humilde comedor de Candelaria se asemejaba al taller de doña Manuela, ni la presencia de la muchachita mora y el trasiego incesante del resto de los belicosos huéspedes se correspondían con las figuras de mis antiguas compañeras de faena y la exquisitez de nuestras clientas. Pero el movimiento de la muñeca era el mismo, y la aguja volvía a correr veloz ante los ojos, y mis dedos se afanaban por dar con la puntada certera igual que durante años lo había hecho, día a día, en otro sitio y con otros destinos. La satisfacción de coser de nuevo fue tan grata que durante un par de horas me devolvió a tiempos más felices y logró disolver temporalmente el peso de plomo de mis propias miserias. Era como estar de vuelta en casa.
    La tarde caía y apenas quedaba luz cuando regresó Candelaria de una de sus constantes salidas. Me encontró rodeada de pilas de ropa recién remendada y con la penúltima toalla entre las manos.
    -No me digas, niña, que sabes coser.
    Mi réplica a tal saludo fue, por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa afirmativa, casi triunfal. Y entonces la patrona, aliviada por haber encontrado al fin alguna utilidad en aquel lastre en que mi presencia se estaba convirtiendo, me llevó hasta su dormitorio y se dispuso a volcar sobre la cama el contenido entero de su armario.
    -A este vestido le bajas la bastilla, a este abrigo le vuelves el cuello. A esta blusa le arreglas las costuras y a esta falda le sacas un par de dedos de cadera, que últimamente me he echado unos kilillos encima y no hay manera de que me entre en el cuerpo.
    Y así hasta un montón enorme de viejas prendas que apenas me cabían entre los brazos. Sólo me llevó una mañana resolver los desperfectos de su ajado vestuario. Satisfecha con mi eficacia y decidida a calibrar en pleno el potencial de mi productividad, Candelaria volvió aquella tarde con un corte de cheviot para un chaquetón.
    -Lana inglesa, de la mejor. La traíamos de Gibraltar antes de que empezara el jaleo, ahora se está poniendo muy dificilísimo dar con ella. ¿Te atreves?
    -Consígame un buen par de tijeras, dos metros de forro, media docena de botones de carey y un carrete de hilo marrón. Ahora mismo le tomo medidas y mañana por la mañana se lo tengo listo.
    Con aquellos parcos medios y la mesa de comedor como base de operaciones, a la hora de la cena tenía el encargo preparado para prueba. Antes del desayuno estaba terminado. Apenas abrió el ojo, con las legañas aún pegadas y el pelo cogido bajo una redecilla, Candelaria se ajustó la prenda sobre el camisón y examinó con incredulidad su efecto ante el espejo. Las hombreras se asentaban impecables sobre su osamenta y las solapas se abrían a los lados en perfecta simetría, disimulando lo excesivo de su perímetro pectoral. El talle se marcaba grácil con un amplio cinturón, el corte acertado de la caída disimulaba la opulencia de sus caderas de yegua. Las vueltas anchas y elegantes de las mangas remataban mi obra y sus brazos. El resultado no podía ser más satisfactorio. Se contempló de frente y perfil, de espalda y medio lado. Una vez, otra; ahora abrochado, ahora abierto, el cuello subido, el cuello bajado. Con su locuacidad contenida, concentrada en valorar con precisión el producto. Otra vez de frente, otra vez de lado. Y, al final, el juicio.
    -La madre que te parió. Pero ¿cómo no me has avisado antes de la mano que tienes, mi alma?
    Dos nuevas faldas, tres blusas, un vestido camisero, un par de trajes de chaqueta, un abrigo y una bata de invierno fueron acomodándose en las perchas de su armario a medida que ella se las iba arreglando para traer de la calle nuevos trozos de tela invirtiendo en ellos lo mínimo posible.
    -Seda china, toca, toca; dos mecheros americanos me ha sacado por ella el indio del bazar de abajo, me cago en sus muelas. Menos mal que me quedaban un par de ellos del año pasado, porque ya sólo quiere duros hassani el muy cabrón; andan diciendo que van a retirar el dinero de la República y a cambiarlo por billetes de los nacionales, qué locura, muchacha -me decía acalorada a la vez que abría un paquete y ponía ante mis ojos un par de metros de tejido color fuego.
    Una nueva salida trajo consigo media pieza de gabardina -de la buena, chiquilla, de la buena-. Un retazo de raso nacarado llegó al día siguiente acompañado por el correspondiente relato de los avatares de su consecución y menciones poco honrosas a la madre del hebreo que se lo había proporcionado. Un retal de lanilla color caramelo, un corte de alpaca, siete cuartas de satén estampado y así, entre canjes y cambalaches, alcanzamos casi la docena de tejidos que yo corté y cosí y ella se probó y alabó. Hasta que sus ingenios para obtener género se agotaron, o hasta que pensó que su nuevo guardarropa estaba por fin bien surtido, o hasta que decidió que ya iba siendo hora de concentrar la atención en otros menesteres.
    -Con todo lo que me has hecho está saldada tu deuda conmigo hasta el día de hoy -anunció. Y sin darme tiempo siquiera para paladear mi alivio, prosiguió-: Ahora vamos a hablar del futuro. Tú tienes mucho talento, niña, y eso no se puede desperdiciar y menos ahora con la faltita que te hacen a ti unas buenas perras para salir de los follones en los que andas metida. Ya has visto que lo de encontrar una colocación está muy complicadísimo, así que a mí me parece que lo mejor que puedes hacer es dedicarte a coser para la calle. Pero tal como están las cosas, me temo que te va a ser difícil que la gente te abra las puertas de sus casas de par en par. Tendrás que tener tu sitio, montar tu propio taller y, aun así, no te va a ser fácil encontrar clientela. Tenemos que pensarlo bien.
    Candelaria la matutera conocía a todo bicho viviente en Tetuán, pero para cerciorarse del estado de la costura y enfocar el asunto en su justo sitio, hubo de hacer unas cuantas salidas, unos contactos por aquí y por allá, y un estudio sesudo de la situación a pie de obra. Un par de días después del nacimiento de la idea ya teníamos una estampa cien por cien fiable del panorama. Supe entonces que había dos o tres creadoras de solera y prestigio a las que solían frecuentar las esposas e hijas de los jefes militares, de algunos médicos reputados y de los empresarios con solvencia. Un escalón por debajo, se encontraban cuatro o cinco modistas decentes para los trajes de calle y los abrigos de los domingos de las madres de familia del personal mejor acomodado de la administración. Y había finalmente varios puñados de costureras de poco fuste que hacían rondas por las casas, lo mismo cortando batas de percal que reconvirtiendo vestidos heredados, cogiendo bajos o remendando los tomates de los calcetines. El paisaje no se presentaba óptimo: la competencia era considerable, pero de alguna manera tendría que ingeniármelas para conseguir un resquicio por el que colarme. Aunque, según mi patrona, ninguna de aquellas profesionales de la costura era del todo deslumbrante y la mayor parte componía un elenco de figuras domésticas y casi familiares, no por ello habían de ser desestimadas: cuando trabajan bien, las modistas son capaces de ganar lealtades hasta la muerte.
    La idea de volver a estar activa me provocó sentimientos encontrados. Por un lado consiguió generar un pálpito de ilusión que hacía un tiempo eterno que no percibía. Poder ganar dinero para mantenerme y saldar mis deudas dedicándome a algo que me gustaba y para lo que sabía que era buena era lo mejor que en aquellos momentos podría pasarme. Por otro lado, sin embargo, al calibrar la cruz de la moneda, la inquietud y la incertidumbre se me extendían sobre el ánimo como una noche de lobos. Para abrir mi propio negocio por humilde y diminuto que fuera, necesitaba un capital inicial del que no disponía, unos contactos de los que carecía y mucha más suerte de la que en los últimos tiempos me andaba ofreciendo la vida. No iba a resultar fácil hacerme un hueco siendo una simple modista más: para arrebatar fidelidades y captar clientas tendría que buscar ingenio, salirme de lo normal, ser capaz de ofrecer algo diferente.
    Mientras Candelaria y yo nos esforzábamos por dar con una vía por la que encauzarme, varias amigas y conocidas suyas comenzaron a subir a la pensión para hacerme algunos encargos: que si una blusita, niña, hazme el favor; que si unos abrigos para los chiquillos antes de que se nos meta el frío. Eran por lo general mujeres modestas y su poderío económico andaba en consonancia. Llegaban acarreando muchos hijos y escasos retales, y se sentaban a hablar con Candelaria mientras yo cosía. Suspiraban por la guerra, lloraban por la suerte de los suyos en España secándose las lágrimas con una punta del pañuelo que guardaban arrebujado en la manga. Se quejaban de la carestía de los tiempos y se preguntaban con angustia qué iban a hacer para sacar adelante a sus proles si el conflicto seguía avanzando o un tiro enemigo les mataba al marido. Pagaban poco y tarde, a veces nunca, como buenamente podían. Con todo, a pesar de las estrecheces de la clientela y la humildad de sus encargos, el mero hecho de haber vuelto a la costura había conseguido mitigar la aspereza de mi desolación y abrir un resquicio por el que ya se filtraba un tenue rayo de luz.
    
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